El hombrecito caminaba rápido y encorvado por las
veredas de aquella ciudad extraña y enorme, pero
fría como la gran siete. Otras orbes grandes como esta no le eran extrañas; París, Londres, Roma, incluso Berlín, le habían permitido recorrer sus rincones buscando quién sabe qué, pero en esta, ¡hermano, qué tornillo! El funyi bien calado lo ayudaba a protegerse de la llovizna molesta, pero también bajo la sombra de su ala podía ensimismarse y pensar mejor en lo que tenía que hacer. Volvía tarde al hotel, a la “sucursal de La Martona”, como la había llamado una vez Don Carlos durante un ensayo con los muchachos. Esa tarde se rieron mucho y tanto les gustó la frase que Carlos hasta la incluyó en una carta para un amigo de Buenos Aires. Los muchachos, con su pinta de latinos románticos, con sus puchos eternos y una copita siempre a mano (“para el frío, che”) y especialmente Carlos, tenían más embobadas que nunca a las rubias bobas que los acechaban en cada presentación. Tal vez por eso, el hombrecito prefería alejarse un poco y por las noches salía a caminar solo, buscando inútilmente un bolichito, un barcito que le recordara su ciudad porteña, y con algo de suerte un rincón tranquilo y cálido donde tuviera unos minutos de paz. Esta noche no había encontrado el lugar, por lo que estrujaba el cuaderno aún virgen en el bolsillo del sobretodo, como si tuviera la culpa de su desgracia. Unos pocos versos se repetían en su mente sin cesar, estaban bien, pero no encontraba el remate, lo que verdaderamente quería decir. El hombrecito no era un músico experto como los muchachos, tocaba un poco el piano y la guitarra, sí, pero su pasión era escribir, escribir canciones para Don Carlos, el único que parecía entender cómo cantarlas para transmitir lo que el autor quería decir y no podía, porque su voz era áspera, pequeña, propia de un taciturno solitario.
fría como la gran siete. Otras orbes grandes como esta no le eran extrañas; París, Londres, Roma, incluso Berlín, le habían permitido recorrer sus rincones buscando quién sabe qué, pero en esta, ¡hermano, qué tornillo! El funyi bien calado lo ayudaba a protegerse de la llovizna molesta, pero también bajo la sombra de su ala podía ensimismarse y pensar mejor en lo que tenía que hacer. Volvía tarde al hotel, a la “sucursal de La Martona”, como la había llamado una vez Don Carlos durante un ensayo con los muchachos. Esa tarde se rieron mucho y tanto les gustó la frase que Carlos hasta la incluyó en una carta para un amigo de Buenos Aires. Los muchachos, con su pinta de latinos románticos, con sus puchos eternos y una copita siempre a mano (“para el frío, che”) y especialmente Carlos, tenían más embobadas que nunca a las rubias bobas que los acechaban en cada presentación. Tal vez por eso, el hombrecito prefería alejarse un poco y por las noches salía a caminar solo, buscando inútilmente un bolichito, un barcito que le recordara su ciudad porteña, y con algo de suerte un rincón tranquilo y cálido donde tuviera unos minutos de paz. Esta noche no había encontrado el lugar, por lo que estrujaba el cuaderno aún virgen en el bolsillo del sobretodo, como si tuviera la culpa de su desgracia. Unos pocos versos se repetían en su mente sin cesar, estaban bien, pero no encontraba el remate, lo que verdaderamente quería decir. El hombrecito no era un músico experto como los muchachos, tocaba un poco el piano y la guitarra, sí, pero su pasión era escribir, escribir canciones para Don Carlos, el único que parecía entender cómo cantarlas para transmitir lo que el autor quería decir y no podía, porque su voz era áspera, pequeña, propia de un taciturno solitario.
De pronto su paso se hizo más veloz, su ojos, grandes
y movedizos, buscaban con ansia el letrero del hotel, porque creía haber
encontrado las palabras que buscaba desde hacía meses. Pero esas palabras, que
habían llegado en la noche, en medio de la lluvia y el frío, también podían
irse con el viento, doblar en un callejón oscuro y listo, Carlos ya no las
cantaría y el mundo no sabría lo que el autor había querido decir. El hombrecito
ya corría abiertamente, sin preocuparse por el piso resbaloso ni la lluvia en
la cara, porque ahora llevaba el sombrero en una mano. A pesar de su apuro, no
olvidó saludar, amablemente y casi sin voz, al portero, un negro inmenso con
uniforme de botones dorados y guantes blancos.
Subió a su habitación, que no compartía con nadie,
gracias a que Carlos había intercedido por él, se sentó, aún con el sobretodo
mojado, frente a la pequeña mesita, sacó del bolsillo el cuaderno un poco
húmedo, y escribió: “… si ella me olvida, qué importa perderme, mil veces la
vida, para qué vivir”.
J.B.
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«Por una cabeza» es un popular tango compuesto por Carlos Gardel (música) y Alfredo Le Pera (letra) en la ciudad de Nueva York en 1935. Ambos fallecieron ese mismo año en un accidente de aviación en la ciudad de Barranquilla.
Por una cabeza (letra)
Por una cabeza
de un noble potrillo
que justo en la raya
afloja al llegar,
y que al regresar
parece decir:
No olvidés, hermano,
vos sabés, no hay que jugar.
Por una cabeza,
metejón de un día
de aquella coqueta
y risueña mujer,
que al jurar sonriendo
el amor que está mintiendo,
quema en una hoguera
todo mi querer.
de un noble potrillo
que justo en la raya
afloja al llegar,
y que al regresar
parece decir:
No olvidés, hermano,
vos sabés, no hay que jugar.
Por una cabeza,
metejón de un día
de aquella coqueta
y risueña mujer,
que al jurar sonriendo
el amor que está mintiendo,
quema en una hoguera
todo mi querer.
Por una cabeza,
todas las locuras.
Su boca que besa,
borra la tristeza,
calma la amargura.
Por una cabeza,
si ella me olvida
qué importa perderme
mil veces la vida,
para qué vivir.
todas las locuras.
Su boca que besa,
borra la tristeza,
calma la amargura.
Por una cabeza,
si ella me olvida
qué importa perderme
mil veces la vida,
para qué vivir.
Cuántos desengaños,
por una cabeza.
Yo juré mil veces,
no vuelvo a insistir.
Pero si un mirar
me hiere al pasar,
su boca de fuego
otra vez quiero besar.
Basta de carreras,
se acabó la timba.
¡Un final reñido
yo no vuelvo a ver!
Pero si algún pingo
llega a ser fija el domingo,
yo me juego entero.
¡Qué le voy a hacer..!
por una cabeza.
Yo juré mil veces,
no vuelvo a insistir.
Pero si un mirar
me hiere al pasar,
su boca de fuego
otra vez quiero besar.
Basta de carreras,
se acabó la timba.
¡Un final reñido
yo no vuelvo a ver!
Pero si algún pingo
llega a ser fija el domingo,
yo me juego entero.
¡Qué le voy a hacer..!
Por una cabeza,
todas las locuras.
Su boca que besa,
borra la tristeza,
calma la amargura.
Por una cabeza,
si ella me olvida
qué importa perderme
mil veces la vida,
para qué vivir.
todas las locuras.
Su boca que besa,
borra la tristeza,
calma la amargura.
Por una cabeza,
si ella me olvida
qué importa perderme
mil veces la vida,
para qué vivir.


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